sábado, 31 de mayo de 2008

LA GUERRA RED, SOBRE EL 11 DE SEPTIEMBRE DE 2001, por Manuel Castells


M. Castells, Del Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Berkeley

La bárbara matanza de miles de personas en Estados Unidos ha socavado los cimientos de nuestras sociedades, al poner en cuestión los principios de coexistencia y civilidad en que se basan. Pero el 11 de septiembre de 2001 tiene un significado aún más dramático: en esa fecha se ha desencadenado la primera guerra mundial del siglo XXI, una guerra en la que, queramos o no, estamos ya inmersos. ¿Cuál es esa guerra? ¿De quién contra quién? ¿Y cómo se prevé que sea su desarrollo? Sólo entendiendo en qué guerra nos hemos metido podremos actuar sobre la misma, desde nuestra pluralidad de valores e intereses.


No es un choque de civilizaciones, una patraña que propagan quienes reducen la multiculturalidad de nuestra especie a la oposición etnocéntrica entre Occidente y “los otros”. No es un choque de religiones, porque la gran mayoría de musulmanes y la casi totalidad de los gobiernos de países islámicos se oponen al terrorismo y, en buena medida, apuestan por integrarse en la economía global y en la comunidad internacional. Ni tampoco es un choque entre los pobres del mundo y el capitalismo mundial, aunque la exclusión social conduzca frecuentemente a la desesperación de la que se alimenta el fanatismo. Es esencial distinguir esta guerra de la oposición al modelo neoliberal que representa el movimiento antiglobalización, porque esa asimilación conduciría a criminalizar dicho movimiento y a sofocar el gran debate democrático sobre los contenidos de la globalización que apenas se ha iniciado. No. Estamos ante una guerra definida en términos más precisos: es la guerra de las redes fundamentalistas islámicas terroristas contra las instituciones políticas y económicas de los países ricos y poderosos, en particular de Estados Unidos, pero también de Europa occidental, países estrechamente vinculados en su economía, en sus formas de democracia y en su alianza militar (artículo 5 del Tratado de la OTAN). En la raíz de esa guerra hay un rechazo a la marginación de los musulmanes y una afirmación de la supremacía de los principios religiosos del islam como sustento de la sociedad (aunque en una interpretación contradictoria con las enseñanzas profundamente humanistas del Corán). La identidad humillada y el menosprecio cultural y religioso del islam por los poderes occidentales conducen a la resistencia, al llamamiento a la guerra santa. Y esta resistencia se concreta en la oposición a la existencia de Israel y se alimenta de la prepotencia israelí en su opresión del pueblo palestino. Por tanto, es en esa identidad islámica (no árabe) exacerbada y en el proyecto de defensa/imposición de estos valores en todo el mundo, empezando por los países musulmanes, en donde se encuentra el quid de la cuestión.

El mundo al que aspira Ben Laden ya existe: es el Afganistán de los talibán. Esas redes de terror (de algunas de las cuales Ben Laden es el símbolo más que el comandante supremo) se alimentan también de la frustración de sectores (¿o gobiernos?) de algunos países musulmanes, humillados por lo que ellos perciben como el neocolonialismo de los países occidentales. Es posible también que redes terroristas de distinto origen, incluidos sectores de la economía criminal, puedan encontrar formas tácticas de colaboración con las redes islámicas (por ejemplo, la economía de los talibán es altamente dependiente del tráfico de opio que alimenta la llamada “senda turca” de la droga hacia Europa occidental, una red protegida por las mafias albanesas que tuvieron un papel importante en la rebelión de los kosovares).

En suma, de un lado se encuentran Estados Unidos, la Unión Europea y todos aquellos países que de una u otra forma participan en el sistema económico y tecnológico dominante, incluidos Rusia (igualmente enfrentada a las redes islámicas, a partir de Chechenia), Japón, China e India. De otro lado, hay un núcleo duro, irreductible, de redes terroristas del fundamentalismo islámico, con posibles complicidades en algunos gobiernos, con alianzas tácticas con otras redes terroristas y con una simpatía difusa entre sectores populares de países musulmanes. Estas redes variopintas buscan imponer sus objetivos utilizando las únicas armas eficaces en su situación de inferioridad tecnológica y militar: el terrorismo de geometría variable, desde el atentado individual a las matanzas masivas, pasando por la desorganización de la compleja infraestructura material en que se basa nuestra vida diaria (agua, electricidad, comunicaciones). Y contando con la transformación de personas en munición inteligente mediante la práctica generalizada de la inmolación.

Así planteada la guerra, Estados Unidos (un país herido y profundamente motivado en este combate) ha iniciado, con el apoyo de sus aliados (incluida España), la más difícil de las guerras: la guerra contra una red global capaz de rearticularse constantemente y de añadir nuevos elementos conforme otros vayan siendo destruidos, porque se alimenta del fanatismo religioso y de la desesperación social de millones de musulmanes. Por eso esta guerra no se parecerá mucho a la del Golfo. Incluso la muerte y el sufrimiento, jinetes sempiternos del aquelarre bélico, serán distintos esta vez, porque afectarán en mucha mayor medida a los norteamericanos y a sus aliados. Será una guerra cruenta, larga, insidiosa, que llegará a todos los confines, con múltiples reacciones violentas de esas redes multiformes y bien pertrechadas, que sabían lo que se les venía encima y que están preparadas para ello —tal vez con armas químicas y bacteriológicas.

Ahora bien, ¿cómo se ataca a una red? En términos asépticos, que son necesarios para la claridad, y basándome en las investigaciones que sobre estos temas han ido desarrollándose en distintos centros estratégicos de Estados Unidos y Europa, parece necesario distinguir entre tres procesos. El primero es la desarticulación de la red. El segundo consiste en prevenir la reconfiguración de la red. Y el tercero es evitar la reproducción de la red. Es sobre este tercer nivel sobre el que versan la mayoría de las discusiones bien intencionadas de estos días: hay que estabilizar el mundo mediante la incorporación al desarrollo de los hoy excluidos, hay que practicar la tolerancia multicultural y hay que forzar a Israel a aceptar un Estado palestino e imponer a judíos y palestinos la convivencia (difícil pero necesario y no necesariamente imposible si tomamos en serio acabar con ese nido de inestabilidad mundial). Pero esa estrategia de largo plazo solo es practicable después de la guerra. La primera tarea, en la que están ahora los gobiernos occidentales, es la de ganar esa guerra, empezando por la desarticulación de la red. Lo cual requiere, por un lado, la identificación y eliminación de sus nodos estratégicos; es decir, de aquellos en los que reside la capacidad de coordinación y toma de decisiones. De ahí el intento de destruir las bases operativas en Afganistán y en otros lugares aún por determinar. También en ese contexto se plantea la captura o muerte de Ben Laden, tanto por su importancia carismática de profeta del movimiento como por el valor simbólico que tendría su captura. La Unión Soviética fue derrotada en Afganistán, pero las cosas han cambiado. Los guerrilleros islámicos tenían con ellos a la CIA, a Pakistán y a Arabia Saudí.

Y los norteamericanos utilizarán probablemente las nuevas tácticas conocidas genéricamente como “swarming” (enjambres), basadas en el despliegue de pequeñas unidades de comando con alto poder de fuego, autonomía propia, coordinación electrónica entre las mismas y acceso constante a información por satélite y a apoyo aéreo instantáneo con armas de precisión. Aun así, sus pérdidas serán enormes, pero no se va a limitar EE.UU. esta vez a bombardear y luego ocupar terreno. Van a combatir a las redes con sus propias redes, utilizando su capacidad tecnológica para compensar su desconocimiento del terreno. En ferocidad y determinación esta vez los contrincantes estarán igualados. El punto débil para los norteamericanos es la mala calidad de la información de que disponen, consecuencia del declive profesional de sus servicios de espionaje en los últimos tiempos. Pero esperan compensarlo con la ayuda israelí, saudí, palestina (Arafat) y, sobre todo, con la colaboración de los paquistaníes, que son los que saben qué pasa en Afganistán: de ahí el papel decisivo que puede jugar Pakistán en esta guerra, en uno u otro sentido. Aliado esencial de los norteamericanos o país dividido por una guerra civil con la posibilidad de acceso a su armamento nuclear por parte de los fundamentalistas. La guerra de Afganistán solo será un elemento, aunque importante, de esa primera fase de desarticulación de las redes. Al mismo tiempo acciones puntuales en Palestina, en Líbano, tal vez en Libia, en Egipto y en Irak (con desarrollos impredecibles), tratarán de neutralizar, destruir y desorganizar los puntos de conexión que se identifiquen.

La segunda fase de la destrucción de las redes, que puede desarrollarse en paralelo a la primera, es evitar su reconfiguración, es decir, que se desplacen los grupos y operativos clave a otros lugares o que reorganicen su actividad a partir de nuevos integrantes. Lo que aquí cuenta son tres tareas: detectar e interceptar los flujos financieros, que constituyen el combustible indispensable de la red; interceptar las comunicaciones electrónicas sobre las que reposan los contactos globales, y confrontar las nuevas acciones de terrorismo con las que las redes van a responder a la ofensiva en su contra. En cierto modo, la forma de detectar a los núcleos operativos de la red terrorista será tan fácil como siniestra: estarán allí donde se produzcan atentados de destrucción masiva.

La guerra contra estas redes será llevada a cabo por una red de Estados y sus Fuerzas Armadas, en una compleja geometría de alianzas e intereses en que los Gobiernos tendrán que manejar la doble dependencia de su lealtad a la red de defensa conjunta y de la sensibilidad diferencial de sus opiniones públicas. Y las alianzas irán variando conforme en algunos países, en particular en países musulmanes, se produzcan reacciones populares en contra de la guerra a las redes terroristas.

La esperanza, la única esperanza de supervivencia de lo que hoy es nuestra sociedad, es que durante el proceso de destrucción de las redes del terror se sienten las bases sociales, económicas, culturales e institucionales para evitar su reproducción.

Nuestra organización económica y social, y nuestras instituciones políticas, han engendrado el fenómeno que hoy tenemos que combatir, incluido Bin Laden, que aprendió con la CIA. En el largo plazo, necesitamos absolutamente reformar en profundidad nuestro mundo, superando la exclusión social y la opresión de las identidades. En el corto plazo, estamos en guerra. Y me pareció que lo más honesto era contarle en qué consiste. Ojalá me equivoque.

Manuel Castells en CyberAnalitica

LA NUEVA ECONOMIA, Manuel Castells


Hay un cambio económico. Estamos en una nueva economía. El término que utilizo no es casual: en los medios de comunicación de todo el mundo se está aceptando la idea de esta "nueva economía" y como no se sabe muy bien lo que es, sólo que es nueva, se la llama así. Esta "nueva economía" está organizada por la interrelación de tres grandes características:

a. Una economía basada en la información y en el conocimiento

La "nueva economía" se caracteriza porque añade valor, genera productividad y consigue competitividad, esencialmente sobre la base de información y de conocimiento. La información y el conocimiento siempre han sido importantes en todas las economías y en todas las sociedades, esto no es nuevo. Sí es nueva la capacidad de procesamiento de esta información, en términos de velocidad y complejidad, gracias a nuevas tecnologías de información y nuevas tecnologías de red. Al aplicarse este poder de procesamiento a la propia información y al conocimiento, somos capaces de utilizar en tiempo real y en cualquier circunstancia la información y el conocimiento.


Tomemos como ejemplo la empresa española Zara. Esta empresa está teniendo un gran éxito comercial en su rama industrial, y es así porque cada vendedor de la firma lleva un pequeño ordenador donde procesa rápidamente las características fundamentales de cada transacción con cada cliente: selección, formas, diseños, colores, precios, etc. Esta información pasa inmediatamente a la base de datos , se procesa y, en dos semanas, Zara rectifica la línea de productos para cada mercado. Es lo mismo que, de forma más simple porque tenían menos tecnología en ese momento, hizo la cadena GAP para desplazar a Benetton de un segmento de mercado. El gran competidor de GAP en Europa es Zara que, en estos momentos, está entrando en Estados Unidos. Zara es una empresa familiar gallega con capacidad de utilización de las nuevas tecnologías de red de información y de incorporación al proceso de producción activo. Información y conocimiento como base de productividad. Información y competitividad constituyen la primera característica de la "nueva economía".

b. Una economía global.

Por global no quiero decir que sea una economía simplemente internacionalizada, pues ésta existe desde hace muchos siglos, sino una economía en la que las actividades centrales, las actividades estratégicas tienen la capacidad de funcionar en tiempo real, como una unidad , en ámbito planetario. Es decir, la nueva economía tiene la capacidad tecnológica necesaria (sin nuevas tecnologías no habría mercado financiero globalizado trabajando en tiempo real), la capacidad organizativa (las unidades económicas están organizadas para acceder directa o indirectamente a mercados globales y consumos globales) y la capacidad institucional (sin la ola de desregulación y liberalización que se ha producido en todo el mundo en los últimos diez o quince años, no habría tampoco esta capacidad de circulación global de dinero, personas, bienes y servicios).


La nueva economía es global en el sentido expuesto aunque , no todo el mundo está en el sistema global. La economía global condíciona todas las economías pero no integra a todo el mundo. La inmensa mayoría del empleo mundial, el 85 ó 90 %, es local y regional, ni siquiera nacional. Son mercados de trabajo muy localizados. La economía es global sólo en aquellas actividades condicionantes: por ejemplo, las grandes empresas multinacionales y sus redes auxiliares (53000 empresas multinacionales y 415000 subsidiarias) sólo emplean unos doscientos millones de trabajadores, cifra muy pequeña si se la comparara con los tres mil millones de fuerza laboral global. Pero esas empresas y sus redes constituyen el 30 % del producto bruto mundial y dos terceras partes del comercio mundial, dél cual el 40 % es comercio intraempresa.

Frecuentemente se confunde la globalización con el desarrollo del comercio internacional. El comercio internacional es la consecuencia de la internacionalización de la producción de bienes y servicios y, por eso, lo fundamental es qué se produce, cómo se produce, quién lo produce y para qué se produce. El mayor porcentaje de comercio exterior, sobre su producto bruto corresponde, sorprendentemente, a Africa subsahariana, un 30 %, muy superior a la media de los países de la OCIDE (20-22 ). Pero Africa subsahariana no está en la producción transnacional, sino en el comercio de café, de cacao y de algodón, es decir, en el comercio de bajo nivel, y no está integrada en los circuitos de producción, de transferencia de tecnología, de inversión de capital productivo, etc. Por tanto, el corazón de la actividad económica sí está globalizado, pero ello no quiere decir que todo el mundo esté integrado en esa economía global. Es una economía altamente segmentada que funciona por conexión y desconexión de aquello que vale y que no vale en cada momento. Es también una economía muy dinámica , que sólo utiliza los recursos necesarios. Por tanto, el segundo elemento de la nueva economía es el cambio de la producción en términos de globalización.

c. Una economía organizada a través de empresas-red


La empresa en la sociedad de la información es una "empresa-red". Esto resulta fundamental en la transformación del proceso de trabajo y, por tanto, del proceso de aprendizaje. PRISA y Santillana son un buen ejemplo de esta organización en red.

- En primer lugar, las grandes empresas se han descentralizado en los últimos años constituyendo unidades cada vez más autónomas e independientes, que trabajan por objetivos y se relacionan entre ellas

- En segundo lugar, las pequeñas y medianas empresas son competitivas, dinámicas y flexibles, pero sólo si articulan sus recursos en redes de colaboración que permitan aunar recursos, porque, si no, serían demasiado pequeñas para entrar en el mercado.

. En tercer lugar, las redes de pequeñas y medianas empresas trabajan para redes descentralizadas de grandes empresas.

Por último, las grandes empresas constituyen alianzas estratégicas, no permanentes sino en productos determinados o para una tarea específica.

Es decir, la organización económica actual se basa en redes de redes de redes, organizadas en torno a proyectos. La unidad ya no es la empresa; la empresa es la unidad de acumulación de capital, es la unidad de gestión general de segmentos de la red, pero hay un proyecto de negocio concreto que reúne elementos de distintas empresas y subempresas y , una vez ejecutado, esa red queda desmantelada para crearse otra en torno a otro proyecto. Esto es lo que caracteriza la nueva economía: la constante movilidad de los factores de producción, de capital. Esta "empresa-red" solamente es capaz de funcionar sobre la base de tecnologías de la información interactivas.

Las redes son una forma muy antigua de organización social. Su gran ventaja es la flexibilidad para adaptarse a un entorno cambiante. Su gran inconveniente es la articulación y coordinación de los distintos componentes de la red en una unidad de propósito. La tecnología de la información y de la comunicación de base microelectránica permite mantener la flexibilidad y, además, asegura la coordinación del proyecto, el cumplimiento del objetivo. Queda claro, por tanto, la "empresa-red" es la forma de organización característica de nuestras sociedades.

Reproducido con autorización de Editorial Santillana de Venezuela

La transformación de los procesos de trabajo, Manuel Castells

En torno a la transformación de la nueva economía se transforman también los procesos de trabajo. El nuevo trabajo se caracteriza por la autonomía del trabajador en la toma de decisiones y en la relación con otros trabajadores funcionando en la red. Esto exige al trabajador saber qué hacer con la información que necesita, dónde buscarla, cómo relacionarse con otros elementos en red y tomar decisiones en tiempo real.


a. Trabajadores altamente cualficados y flexibles


El trabajo cualificado aparece como la fuente de creación de valor más directa. Por lo tanto, el recurso fundamental que buscan las empresas más dinámicas es el trabajador altamente cualificado. Quien tiene dinero pero no tiene ideas, pierde el dinero; quien tiene ideas, encuentra el dinero. Por tanto, la inversión en profesionales con talento es la inversión fundamental para las empresas.

Pero, además, el trabajador debe tener otra característica: la capacidad de cambiar en su vida activa con respecto al entorno, en proceso de cambio cada vez más acelerado, tanto en lo tecnológico como en lo organizativo. Es el trabajador “autoprogramable”, con capacidad para definir objetivos y fuentes de recursos, y de procesarlos. Se trata de un profesional autónomo, flexible, capaz de definir objetivos y de transformarlos en tareas.

b) Dicotomía entre trabajo cualificado y trabajo genérico.


Seguirá existiendo, una masa de trabajadores poco cualificados, ejecutores de tareas simples, que no son remplazados por máquinas inteligentes simplemente por cuestiones económicas. No se trata de un trabajo generado sobre la base de cualificaciones y proceso de la información, sino sobre la ejecución de las instrucciones. Se trata del trabajo genérico. La optimización de recursos del trabajador “genérico” depende de la combinación más beneficiosa en cada momento.

La dicotomía que se está produciendo entre trabajo autoprogramable y trabajo genérico está en la base de la creación de desigualdad social en todas las sociedades en los últimos diez años. Están los Rivaldos del mundo y los pobres “curritos” que sólo pueden aspirar a algo mejor con el paso del tiempo. En términos de ideal social y de igualdad relativa, habría que acabar con el trabajo genérico, trabajo que podemos automatizar, pero que se conserva como emblema de la frontera de la desigualdad. Por ejemplo, la ocupación que más crece en los trabajos de servicios no cualificados es la de vigilantes (cuando en realidad debería ser una tarea de alta cualificación, ya que no se trata sólo de llevar una pistola y tener puntería), sino que, además, deberían ser licenciados en psicología, para saber tratar situaciones violentas. Lo mismo ocurre con los cocineros, una actividad altamente cualificada, a no ser que se trate simplemente de cocinar hamburguesas.

Se produce, por tanto, una transformación de los procesos de trabajo y del proceso organizativo: el trabajador autoprogramable genera valor y el trabajador genérico simplemente ejecuta tareas. A éste último se le paga poco, en función del excedente de trabajo que se genera en el trabajo cualificado. Con ello se rompen los intereses conjuntos de ambos tipos de trabajadores.


El trabajador autoprogramable entra en un sistema de interrelación con la empresa: se le empieza a pagar en relación con los resultados de la empresa en un intento de integración. Las llamadas stock options que tantas bromas generan en España, es un mecanismo muy serio que integra al trabajador en los resultados de la gestión de la empresa. Como, además, la empresa depende del mercado financiero (ya no hay grandes empresas familiares sino empresas que cotizan en bolsa), el proceso productivo pasa por una serie de accionistas que a su vez son trabajadores. Por otro lado, esos trabajadores autoprogramables tienen sus propias estrategias individuales: obtienen el máximo valor de la empresa, tanto en términos de conocimiento como en términos de capital, para organizar su propio sistema de acumulación individual. Salen de una empresa, crean otra, cambian a otra empresa, y finalmente se rompe el vínculo trabajador-empresa.

Según la encuesta del mercado de trabajo realizada el pasado año en California, un trabajador tradicional es aquel que trabaja a tiempo completo, con contrato indefinido y en una empresa de más de tres años. Sólo un 33% de los trabajadores de California cumplen estos tres criterios. Si a ello añadimos el criterio de tener más de dos años de antigüedad en la empresa, sólo hay un 22% de trabajadores. Es decir, estamos pasando a un mundo de trabajo extremadamente individualizado y cambiante.

LA ESENCIA DEL NEOLIBERALISMO, Pierre Bourdieu

Como lo pretende el discurso dominante, el mundo económico es un orden puro y perfecto, que implacablemente desarrolla la lógica de sus consecuencias predecibles y atento a reprimir todas las violaciones mediante las sanciones que inflige, sea automáticamente o —más desusadamente— a través de sus extensiones armadas, el Fondo Monetario Internacional (FMI)Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y las políticas que imponen: reducción de los costos laborales, reducción del gasto público y hacer más flexible el trabajo.

Publicado en Le Monde, diciembre de 1998

¿Tiene razón el discurso dominante? ¿Y qué pasaría si, en realidad, este orden económico no fuera más que la instrumentación de una utopía —la utopía del neoliberalismo— convertida así en un problema político? ¿Un problema que, con la ayuda de la teoría económica que proclama, lograra concebirse como una descripción científica de la realidad?

Esta teoría tutelar es pura ficción matemática. Se fundó desde el comienzo sobre una abstracción formidable. Pues, en nombre de la concepción estrecha y estricta de la racionalidad como racionalidad individual, enmarca las condiciones económicas y sociales de las orientaciones racionales y las estructuras económicas y sociales que condicionan su aplicación.

Para dar la medida de esta omisión, basta pensar precisamente en el sistema educativo. La educación no es tomada nunca en cuenta como tal en una época en que juega un papel determinante en la producción de bienes y servicios tanto como en la producción de los productores mismos. De esta suerte de pecado original, inscrito en el mito walrasiano (1) de la «teoría pura», proceden todas las deficiencias y fallas de la disciplina económica y la obstinación fatal con que se afilia a la oposición arbitraria que induce, mediante su mera existencia, entre una lógica propiamente económica, basada en la competencia y la eficiencia, y la lógica social, que está sujeta al dominio de la justicia.

Dicho esto, esta «teoría» desocializada y deshistorizada en sus raíces tiene, hoy más que nunca, los medios de comprobarse a sí misma y de hacerse a sí misma empíricamente verificable. En efecto, el discurso neoliberal no es simplemente un discurso más. Es más bien un «discurso fuerte» —tal como el discurso siquiátrico lo es en un manicomio, en el análisis de Erving Goffman (2). Es tan fuerte y difícil de combatir solo porque tiene a su lado todas las fuerzas de las relaciones de fuerzas, un mundo que contribuye a ser como es. Esto lo hace muy notoriamente al orientar las decisiones económicas de los que dominan las relaciones económicas. Así, añade su propia fuerza simbólica a estas relaciones de fuerzas. En nombre de este programa científico, convertido en un plan de acción política, está en desarrollo un inmenso proyecto político, aunque su condición de tal es negada porque luce como puramente negativa. Este proyecto se propone crear las condiciones bajo las cuales la «teoría» puede realizarse y funcionar: un programa de destrucción metódica de los colectivos.

El movimiento hacia la utopía neoliberal de un mercado puro y perfecto es posible mediante la política de derregulación financiera. Y se logra mediante la acción transformadora y, debo decirlo, destructiva de todas las medidas políticas (de las cuales la más reciente es el Acuerdo Multilateral de Inversiones, diseñado para proteger las corporaciones extranjeras y sus inversiones en los estados nacionales) que apuntan a cuestionar cualquiera y todas las estructuras que podrían servir de obstáculo a la lógica del mercado puro: la nación, cuyo espacio de maniobra decrece continuamente; las asociaciones laborales, por ejemplo, a través de la individualización de los salarios y de las carreras como una función de las competencias individuales, con la consiguiente atomización de los trabajadores; los colectivos para la defensa de los derechos de los trabajadores, sindicatos, asociaciones, cooperativas; incluso la familia, que pierde parte de su control del consumo a través de la constitución de mercados por grupos de edad.

El programa neoliberal deriva su poder social del poder político y económico de aquellos cuyos intereses expresa: accionistas, operadores financieros, industriales, políticos conservadores y socialdemócratas que han sido convertidos en los subproductos tranquilizantes del laissez faire, altos funcionarios financieros decididos a imponer políticas que buscan su propia extinción, pues, a diferencia de los gerentes de empresas, no corren ningún riesgo de tener que eventualmente pagar las consecuencias. El neoliberalismo tiende como un todo a favorecer la separación de la economía de las realidades sociales y por tanto a la construcción, en la realidad, de un sistema económico que se conforma a su descripción en teoría pura, que es una suerte de máquina lógica que se presenta como una cadena de restricciones que regulan a los agentes económicos.

La globalización de los mercados financieros, cuando se unen con el progreso de la tecnología de la información, asegura una movilidad sin precedentes del capital. Da a los inversores preocupados por la rentabilidad a corto plazo de sus inversiones la posibilidad de comparar permanentemente la rentabilidad de las más grandes corporaciones y, en consecuencia, penalizar las relativas derrotas de estas firmas. Sujetas a este desafío permanente, las corporaciones mismas tienen que ajustarse cada vez más rápidamente a las exigencias de los mercados, so pena de «perder la confianza del mercado», como dicen, así como respaldar a sus accionistas. Estos últimos, ansiosos de obtener ganancias a corto plazo, son cada vez más capaces de imponer su voluntad a los gerentes, usando comités financieros para establecer las reglas bajo las cuales los gerentes operan y para conformar sus políticas de reclutamiento, empleo y salarios.

Así se establece el reino absoluto de la flexibilidad, con empleados por contratos a plazo fijo o temporales y repetidas reestructuraciones corporativas y estableciendo, dentro de la misma firma, la competencia entre divisiones autónomas así como entre equipos forzados a ejecutar múltiples funciones. Finalmente, esta competencia se extiende a los individuos mismos, a través de la individualización de la relación de salario: establecimiento de objetivos de rendimiento individual, evaluación del rendimiento individual, evaluación permanente, incrementos salariales individuales o la concesión de bonos en función de la competencia y del mérito individual; carreras individualizadas; estrategias de «delegación de responsabilidad» tendientes a asegurar la autoexplotación del personal, como asalariados en relaciones de fuerte dependencia jerárquica, que son al mismo tiempo responsabilizados de sus ventas, sus productos, su sucursal, su tienda, etc., como si fueran contratistas independientes. Esta presión hacia el «autocontrol» extiende el «compromiso» de los trabajadores de acuerdo con técnicas de «gerencia participativa» considerablemente más allá del nivel gerencial. Todas estas son técnicas de dominación racional que imponen el sobrecompromiso en el trabajo (y no solo entre gerentes) y en el trabajo en emergencia y bajo condiciones de alto estrés. Y convergen en el debilitamiento o abolición de los estándares y solidaridades colectivos (3).

De esta forma emerge un mundo darwiniano —es la lucha de todos contra todos en todos los niveles de la jerarquía, que encuentra apoyo a través de todo el que se aferra a su puesto y organización bajo condiciones de inseguridad, sufrimiento y estrés. Sin duda, el establecimiento práctico de este mundo de lucha no triunfaría tan completamente sin la complicidad de arreglos precarios que producen inseguridad y de la existencia de un ejército de reserva de empleados domesticados por estos procesos sociales que hacen precaria su situación, así como por la amenaza permanente de desempleo. Este ejército de reserva existe en todos los niveles de la jerarquía, incluso en los niveles más altos, especialmente entre los gerentes. La fundación definitiva de todo este orden económico colocado bajo el signo de la libertad es en efecto la violencia estructural del desempleo, de la inseguridad de la estabilidad laboral y la amenaza de despido que ella implica. La condición de funcionamiento «armónico» del modelo microeconómico individualista es un fenómeno masivo, la existencia de un ejército de reserva de desempleados.

La violencia estructural pesa también en lo que se ha llamado el contrato laboral (sabiamente racionalizado y convertido en irreal por «la teoría de los contratos»). El discurso organizacional nunca habló tanto de confianza, cooperación, lealtad y cultura organizacional en una era en que la adhesión a la organización se obtiene en cada momento por la eliminación de todas las garantías temporales (tres cuartas partes de los empleos tienen duración fija, la proporción de los empleados temporales continúa aumentando, el empleo «a voluntad» y el derecho de despedir un individuo tienden a liberarse de toda restricción).

Así, vemos cómo la utopía neoliberal tiende a encarnarse en la realidad en una suerte de máquina infernal, cuya necesidad se impone incluso sobre los gobernantes. Como el marxismo en un tiempo anterior, con el que en este aspecto tiene mucho en común, esta utopía evoca la creencia poderosa —la fe del libre comercio— no solo entre quienes viven de ella, como los financistas, los dueños y gerentes de grandes corporaciones, etc., sino también entre aquellos que, como altos funcionarios gubernamentales y políticos, derivan su justificación viviendo de ella. Ellos santifican el poder de los mercados en nombre de la eficiencia económica, que requiere de la eliminación de barreras administrativas y políticas capaces de obstaculizar a los dueños del capital en su procura de la maximización del lucro individual, que se ha vuelto un modelo de racionalidad. Quieren bancos centrales independientes. Y predican la subordinación de los estados nacionales a los requerimientos de la libertad económica para los mercados, la prohibición de los déficits y la inflación, la privatización general de los servicios públicos y la reducción de los gastos públicos y sociales.

Los economistas pueden no necesariamente compartir los intereses económicos y sociales de los devotos verdaderos y pueden tener diversos estados síquicos individuales en relación con los efectos económicos y sociales de la utopía, que disimulan so capa de razón matemática. Sin embargo, tienen intereses específicos suficientes en el campo de la ciencia económica como para contribuir decisivamente a la producción y reproducción de la devoción por la utopía neoliberal. Separados de las realidades del mundo económico y social por su existencia y sobre todo por su formación intelectual, las más de las veces abstracta, libresca y teórica, están particularmente inclinados a confundir las cosas de la lógica con la lógica de las cosas.

Estos economistas confían en modelos que casi nunca tienen oportunidad de someter a la verificación experimental y son conducidos a despreciar los resultados de otras ciencias históricas, en las que no reconocen la pureza y transparencia cristalina de sus juegos matemáticos y cuya necesidad real y profunda complejidad con frecuencia no son capaces de comprender. Aun si algunas de sus consecuencias los horrorizan (pueden afiliarse a un partido socialista y dar consejos instruidos a sus representantes en la estructura de poder), esta utopía no puede molestarlos porque, a riesgo de unas pocas fallas, imputadas a lo que a veces llaman «burbujas especulativas», tiende a dar realidad a la utopía ultralógica (ultralógica como ciertas formas de locura) a la que consagran sus vidas.

Y sin embargo el mundo está ahí, con los efectos inmediatamente visibles de la implementación de la gran utopía neoliberal: no solo la pobreza de un segmento cada vez más grande de las sociedades económicamente más avanzadas, el crecimiento extraordinario de las diferencias de ingresos, la desaparición progresiva de universos autónomos de producción cultural, tales como el cine, la producción editorial, etc., a través de la intrusión de valores comerciales, pero también y sobre todo a través de dos grandes tendencias. Primero la destrucción de todas las instituciones colectivas capaces de contrarrestar los efectos de la máquina infernal, primariamente las del Estado, repositorio de todos los valores universales asociados con la idea del reino de lo público. Segundo la imposición en todas partes, en las altas esferas de la economía y del Estado tanto como en el corazón de las corporaciones, de esa suerte de darwinismo moral que, con el culto del triunfador, educado en las altas matemáticas y en el salto de altura (bungee jumping), instituye la lucha de todos contra todos y el cinismo como la norma de todas las acciones y conductas.

¿Puede esperarse que la extraordinaria masa de sufrimiento producida por esta suerte de régimen político-económico pueda servir algún día como punto de partida de un movimiento capaz de detener la carrera hacia el abismo? Ciertamente, estamos frente a una paradoja extraordinaria. Los obstáculos encontrados en el camino hacia la realización del nuevo orden de individuo solitario pero libre pueden imputarse hoy a rigideces y vestigios. Toda intervención directa y consciente de cualquier tipo, al menos en lo que concierne al Estado, es desacreditada anticipadamente y por tanto condenada a borrarse en beneficio de un mecanismo puro y anónimo: el mercado, cuya naturaleza como sitio donde se ejercen los intereses es olvidada. Pero en realidad lo que evita que el orden social se disuelva en el caos, a pesar del creciente volumen de poblaciones en peligro, es la continuidad o supervivencia de las propias instituciones y representantes del viejo orden que está en proceso de desmantelamiento, y el trabajo de todas las categorías de trabajadores sociales, así como todas las formas de solidaridad social y familiar. O si no...

La transición hacia el «liberalismo» tiene lugar de una manera imperceptible, como la deriva continental, escondiendo de la vista sus efectos. Sus consecuencias más terribles son a largo plazo. Estos efectos se esconden, paradójicamente, por la resistencia que a esta transición están dando actualmente los que defienden el viejo orden, alimentándose de los recursos que contenían, en las viejas solidaridades, en las reservas del capital social que protegen una porción entera del presente orden social de caer en la anomia. Este capital social está condenado a marchitarse —aunque no a corto plazo— si no es renovado y reproducido.

Pero estas fuerzas de «conservación», que es demasiado fácil de tratar como conservadoras, son también, desde otro punto de vista, fuerzas de resistencia al establecimiento del nuevo orden y pueden convertirse en fuerzas subversivas. Si todavía hay motivo de abrigar alguna esperanza, es que todas las fuerzas que actualmente existen, tanto en las instituciones del Estado como en las orientaciones de los actores sociales (notablemente los individuos y grupos más ligados a esas instituciones, los que poseen una tradición de servicio público y civil) que, bajo la apariencia de defender simplemente un orden que ha desaparecido con sus correspondientes «privilegios» (que es de lo que se les acusa de inmediato), serán capaces de resistir el desafío solo trabajando para inventar y construir un nuevo orden social. Uno que no tenga como única ley la búsqueda de intereses egoístas y la pasión individual por la ganancia y que cree espacios para los colectivos orientados hacia la búsqueda racional de fines colectivamente logrados y colectivamente ratificados.

¿Cómo podríamos no reservar un espacio especial en esos colectivos, asociaciones, uniones y partidos al Estado: el Estado nación, o, todavía, mejor, al Estado supranacional —un Estado europeo, camino a un Estado mundial— capaz de controlar efectivamente y gravar con impuestos las ganancias obtenidas en los mercados financieros y, sobre todo, contrarrestar el impacto destructivo que estos tienen sobre el mercado laboral. Esto puede lograrse con la ayuda de las confederaciones sindicales organizando la elaboración y defensa del interés público. Querámoslo o no, el interés público no emergerá nunca, aun a costa de unos cuantos errores matemáticos, de la visión de los contabilistas (en un período anterior podríamos haber dicho de los «tenderos») que el nuevo sistema de creencias presenta como la suprema forma de realización humana.

Notas

1. Auguste Walras (1800-66), economista francés, autor de De la nature de la richesse et de l’origine de la valeur [sobre la naturaleza de la riqueza y el origen del valor) (1848). Fue uno de los primeros que intentaron aplicar las matemáticas a la investigación económica.

2. Erving Goffman. 1961. Asylums: Essays On The Social Situation Of Mental Patients And Other Inmates [Manicomios: ensayos sobre la situación de los pacientes mentales y otros reclusos]. Nueva York: Aldine de Gruyter.

3. Ver los dos números dedicados a « Nouvelles formes de domination dans le travail » [nuevas formas de dominación en el trabajo], Actes de la recherche en sciences sociales, Nº 114, setiembre de 1996, y 115, diciembre de 1996, especialmente la introducción por Gabrielle Balazs y Michel Pialoux, « Crise du travail et crise du politique » [crisis del trabajo y crisis política], Nº 114: p. 3-4.

STIGLITZ RELACIONA CRISIS DE ECONOMIA DE EEUU CON GRAN COSTO DE GUERRA DE IRAK

“El caos económico del presente está relacionado en buena medida con la guerra de Iraq”. Así de crítico con la administración Bush se muestra el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz en su nuevo libro, La guerra de los tres billones de dólares, en el que calcula los verdaderos gastos del conflicto y asegura que la invasión ha agravado los problemas económicos que el país padece actualmente.

El laureado economista afirma que los costos trimestrales de la guerra ascienden aproximadamente a 50.000 millones de dólares, cantidad con la que el Gobierno de George W. Bush pretendía, en un principio, sufragar la intervención por completo. “Si situamos esa cantidad en su marco, con una sexta parte de lo que se ha gastado en la guerra los EEUU podrían dotarse de una base económica sólida para su sistema de seguridad social durante más de medio siglo, sin reducir las prestaciones ni aumentar las contribuciones”, afirma.

En su nueva obra, escrita conjuntamente con la profesora de Harvard Linda Bilmes, Stiglitz subraya que el Gobierno de EEUU lanzó la invasión al tiempo que promovía rebajas fiscales para las clases más pudientes, a pesar de que sufría un déficit presupuestario. A consecuencia de ello, Washington ha tenido que recurrir a un exceso de gasto público –financiado en gran parte desde el extranjero- para sufragar la guerra. “Todo el coste se va a legar a las generaciones futuras. Si no cambia la situación, la deuda nacional de los EEUU, que ascendía a 5,7 billones de dólares cuando Bush llegó a la presidencia, será dos billones de dólares mayor por la guerra”, dice.

Cascada de liquidez

Para Stiglitz, la guerra de Iraq –la primera en la historia norteamericana que no ha exigido un sacrificio económico a los ciudadanos mediante un aumento de impuestos- fue parcialmente responsable del enorme aumento de los precios del petróleo. Además, el dinero invertido en la invasión no estimuló la economía en la misma medida que lo habrían hecho los dólares gastados en Estados Unidos. “A fin de encubrir estas debilidades de la economía estadounidense, la Reserva Federal dejó salir una cascada de liquidez; esto, combinado con normas laxas, dio origen a la burbuja de la vivienda y a un auge del consumo”, argumenta.

Desde que el pasado mes de agosto estalló en EEUU la crisis provocada por las hipotecas de alto riesgo todos los focos han apuntado a los mercados financieros. La confianza de los inversores estadounidenses ha ido disminuyendo sin que reguladores ni administración haya podido hacer nada para evitarlo. Los sucesivos recortes de tipos llevados a cabo por la Reserva Federal no han hecho más que generar polémica entre los partidarios de salvar a toda costa el mercado y aquellos que alertan sobre el peligro de un crecimiento desmesurado de la inflación.

Ni siquiera la administración Bush, que al comenzar 2008 solicitó al Congreso una inyección fiscal de 145.000 millones de euros –equivalente al 1% del PIB- ha conseguido contener la escalada. Y en EEUU ya se habla de recesión de costa a costa, la peor desde la II Guerra Mundial según Alan Greenspan, pese a que el secretario del Tesoro, Hank Paulson, y el presidente de la Fed, Ben Bernanke, aseguran que este año no habrá crisis.

Ideología y especulación

“La ideología y la especulación también han desempeñado su papel en el aumento de los costos de la guerra. Los Estados Unidos han contado con contratistas privados que no han resultado baratos. (…) La guerra sólo ha tenido dos vencedores: las compañías petroleras y los contratistas de defensa. El precio de las acciones de Halliburton, la antigua empresa del vicepresidente Dick Cheney, se ha puesto por las nubes, pero incluso cuando el Gobierno recurrió cada vez a más contratistas redujo su supervisión”, concluye Stiglitz.

No obstante, no todos se muestran tan firmes al relacionar la guerra de Iraq con la actual crisis económica. Robert Hormats, vicepresidente de Goldman Sachs International y autor de un libro que analiza cómo los EEUU sufragan sus guerras, argumenta que la intervención es negativa para la economía, pero que es tan sólo un factor menor en la recesión.

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7 preguntas y respuestas sobre el Chile de Lagos y Bachelet

Nota sobre las nuevas izquierdas en Latinoamérica.

Por José Natanson, Pagina/12.com

1 ¿El modelo chileno es neoliberal?

En 1973, la dictadura de Augusto Pinochet se propuso remodelar de un sablazo la economía chilena mediante un modelo de crecimiento hacia afuera que excluyera cualquier recuerdo del socialismo de Salvador Allende. En poco tiempo, Chile diversificó sus exportaciones, realizó rotundos recortes fiscales y encaró privatizaciones masivas. Tres años antes que Argentina, que inició el giro neoliberal en 1976, y que Estados Unidos y Gran Bretaña, que tuvieron que esperar hasta los ’80 para la revolución conservadora, Chile avanzaba hacia el mundo dorado de la sociedad de mercado.

Sin embargo, pese a sus raíces innegablemente ortodoxas, ciertos rasgos propios marcan una diferencia crucial entre el modelo chileno y el neoliberalismo puro y duro. En principio, ni siquiera Pinochet se atrevió a privatizar Codelco, la empresa nacional de cobre, ni a desarmar la reforma agraria implementada por la Democracia Cristiana en los ’60, que acabó con los latifundios y fue clave para el posterior despegue de los agronegocios. El Estado, además, cumplió un rol importante, garantizando un tipo de cambio competitivo primero, y estableciendo límites al ingreso de capitales después.

En 1990, cuando Pinochet finalmente dejó el poder, algunos especularon con un cambio económico, pero los cuatro presidentes de la Concertación –los democratacristianos Patricio Aylwin y Eduardo Frei y los socialistas Ricardo Lagos y Michelle Bachelet– decidieron no modificar la esencia del modelo, asentado en un manejo macroeconómico riguroso, sin déficit fiscal ni inflación, una presión impositiva bajísima (18 por ciento) y una estructura fiscal regresiva (los impuestos al consumo afectan incluso a los productos más básicos, como la leche y el pan, mientras que el impuesto a la renta es muy reducido). Todo esto en el marco de leyes laborales hiperflexibles, con una de las tasas de sindicalización más bajas de la región (menos del diez por ciento) y servicios públicos carísimos.

El mercado tiene pocos límites en Chile. El año pasado, por ejemplo, Bachelet impulsó una reforma del sistema de seguridad social, una de las joyas del modelo e inspiración de transformaciones similares en varios países, que en teoría era excelente pero que arrastraba el pequeño detalle de que estaba dejando sin cobertura a... la mitad de la población. El nuevo diseño incluye una “jubilación solidaria” para quienes no aportaron los años suficientes, pero ni los sectores más progresistas de la Concertación se animaron a poner en duda el corazón del sistema, basado en el aporte individual, sin presencia del Estado.

2 ¿Hizo bien la Concertación en mantener el modelo económico?

Durante los 15 años de Pinochet Chile creció, en promedio, apenas 2,9 por ciento, según datos de la Cepal. Pese a ello, la idea del éxito económico de la dictadura se encuentra muy extendida. “Esto se explica por el contraste con el último tiempo de Allende, que fue muy caótico. Además, en los últimos dos años de Pinochet el PBI creció casi 10 por ciento. Muchos se acuerdan de eso, más que del balance general, que no es bueno”, me dijo Ricardo Ffrench Davis, uno de los economistas más reconocidos de Chile, en una entrevista en la sede de la Cepal en Santiago.

Si durante la dictadura el crecimiento fue de 2,9, en los 17 años de la Concertación promedió casi el doble (5,9), con un incremento del salario real del 3 por ciento anual, el desempleo siempre debajo del 10 por ciento y la inflación controlada. Ahí sí puede hablarse de un verdadero éxito económico, una de cuyas claves fue la diversificación de los destinos de las exportaciones, que se dirigen hacia todo el mundo pero cada vez más hacia Asia. Para ello fue fundamental la firma de tratados de libre comercio con veinte países, desde Estados Unidos y China hasta Nueva Zelandia y México, lo cual permitió que algunas empresas chilenas se transformaran en grandes multinacionales, como puede comprobar cualquier argentino que compre en Falabella o viaje por LAN.

Todo esto convirtió a Chile en el país latinoamericano que más crece y, aún más importante, el único que lo hace de manera sostenida. “La diferencia fundamental es que mucho, poco o poquísimo, Chile crece siempre. Siempre. Esa es la clave de su éxito”, me dijo el jefe de Gabinete argentino, Alberto Fernández, durante una pausa de un seminario organizado en el 2005 para debatir las estrategias económicas de los gobiernos del Cono Sur.

3 ¿El modelo económico chileno es perfecto?

Hay dos grietas difíciles de cerrar. La primera es la primarización de la estructura económica. Quienes suelen cuestionar a Venezuela por su petrodependencia deberían prestar atención a este dato: hoy, con el precio de los minerales por las nubes, el cobre representa el 45 por ciento de las exportaciones de Chile. Del resto, un 30 por ciento son otros productos primarios o elaboraciones a partir de ellos. Esta es la base de un modelo que, aunque garantiza alto crecimiento, dificulta la extensión de sus beneficios a todos los sectores sociales, pues la industrias exportadoras son en general enclaves que generan escasos puestos de trabajo.

Pero la crítica también admite matices, como me dijo el ex presidente Ricardo Lagos cuando lo entrevisté en Santiago. “El argumento tiene algo de cierto, pero suele exagerarse. Yo le pregunto a usted: si yo exporto un producto primario, por ejemplo almendras, pero colocadas dentro de una bolsita hermética, que a su vez va dentro de un cajita de cartón especial, diseñada especialmente para un hotel cinco estrellas de Europa, con el nombre y el logo del hotel, que tiene que llegar en determinado momento y en determinado volumen. ¿Qué estoy exportando? ¿Almendras? ¿Qué valor tienen las almendras en ese producto?” Lagos agregó otro ejemplo. “Tengo un amigo que exportaba ostiones congelados, hasta que se dio cuenta de que era más rentable exportarlos enfriados. Eso significa que, desde que los ostiones se sacan del Pacífico hasta que se sirven en un restaurante de París, Nueva York o Berlín, no pueden pasar más de 30 horas. ¿Qué exporta mi amigo? ¿Ostiones? ¿O exporta know how, tiempo, eficiencia?”

Pero aun admitiendo que la primarización de la estructura económica no es para tanto, hay una segunda grieta imposible de ocultar: la desigualdad. En Chile, la distancia entre el 20 por ciento más rico y el 20 por ciento más pobre de la población es de 14 veces. En sus cuatro gobiernos, la Concertación implementó una serie de programas sociales orientados a combatir la pobreza y, al mismo tiempo, mejorar la distribución del ingreso. Lo primero fue posible; lo segundo no. Cuando le planteé el tema, Lagos me dijo que, si se suman las inversiones en educación y salud, la distancia se reduce de 14 a 8. Es cierto, pero también es verdad que sigue siendo superior a la de Argentina, Venezuela o Perú.

4 ¿Es Chile un modelo para los países de América latina?

El éxito económico de Chile se explica por una serie de características particulares. Es un país de talla intermedia, que contaba con una buena dotación de capital humano antes del golpe de Pinochet, con un Estado relativamente eficiente, donde el cobre funciona como fuente permanente de divisas y que además tiene ciertos rasgos geográficos particulares: por ejemplo, es un país muy limpio desde el punto de vista fitosanitario, casi una isla por la cordillera y el mar. Además, últimamente se ha beneficiado de su ubicación sobre el Pacífico, que le permite aprovechar la creciente demanda asiática, tanto para la exportación de sus productos como para la salida de las exportaciones de Argentina y Brasil. Como Venecia en el siglo XIII, Chile se consolida como puente entre Oriente y Occidente.

Por eso, aunque por supuesto tiene aspectos muy positivos, el modelo chileno no es exportable al resto de la región. “Se ha puesto a Chile como modelo y nosotros hemos dejado que nos utilicen para eso. Yo siempre digo que somos los mejores alumnos de la clase, pero que no somos los mejores compañeros”, me dijo Carlos Ominami, ex ministro de Economía y actual senador socialista, cuando le pregunté por el tema. “A mí me pasa –-continuó Ominami– que vienen de algunos países africanos y nos dicen: ‘Nosotros hicimos lo mismo que ustedes y no funcionó’. Y por supuesto, ¿cómo va a funcionar si son países completamente diferentes? ¿Qué tiene que ver Chile con Africa?”

5 ¿La Concertación es de izquierda?

El tema es resbaladizo, pero si partimos del supuesto de que la principal misión de la izquierda es combatir la pobreza, entonces la respuesta no es tan difícil. En 1989, en el último año de la dictadura de Pinochet, pese al exitoso modelo económico (o como resultado de él), la pobreza había trepado al 45 por ciento. Hoy se ubica en 13,2, el porcentaje más bajo de América latina, con una tasa de indigencia de 3,2, casi casi la de un país desarrollado.

Esto fue posible gracias al crecimiento económico sostenido, la extensión de los servicios sociales desde el inicio de los gobiernos de la Concertación y la implementación del Plan Chile Solidario, creado por Lagos y profundizado luego por Bachelet, que consiste en una transferencia de dinero a las familias más pobres a cambio de una serie de contraprestaciones, desde llevar a los chicos al médico hasta sacar en carnet de identidad.

Los progresos son innegables, pero no deberían ocultar las asignaturas pendientes: las políticas sociales, aunque sirvieron para atacar la pobreza y la indigencia, parecen incapaces de enfrentar otros problemas, más complejos, como la precariedad del trabajo, en general mal pago y sobrexplotado, o las crecientes demandas de una clase media baja que no logra incorporarse a un boom de consumo que ha alcanzado niveles obscenos. “Hay dos agendas sociales: la de la pobreza, en la que hemos sido bastante exitosos, y la de la desigualdad, en la que tenemos que seguir trabajando”, me dijo Luis Maira, embajador de Chile en la Argentina, cuando le pedí una evaluación de los progresos sociales de la Concertación.

6 ¿La izquierda chilena avanzó en otros aspectos?

Caso único en el mundo, Chile no cambió su marco institucional con el fin de la dictadura y siguió rigiéndose por la Constitución de Pinochet, que incluía una serie de cláusulas que limitaban el margen de acción de los presidentes democráticos, que no podían designar a los jefes militares ni intervenir en la política de defensa y que además sufrían un bloqueo legislativo permanente de los “senadores institucionales”, un puñado de carcamanes designados por Pinochet como legisladores vitalicios. Este sistema de democracia atenuada retrasó absurdamente ciertas reformas elementales: Chile, pese a su modernidad económica, fue el último país del Hemisferio Occidental (a excepción de Malta) en aprobar la ley de divorcio.

Esto recién comenzó a cambiar en 1998, cuando Pinochet fue detenido en Londres y se conocieron sus millonarias cuentas secretas, revelación que a un sector de la sociedad chilena escandalizó más que los crímenes cometidos por su gobierno. Se creó así un cierto clima de destape, un poco como el de la España pos-Franco, que permitió el surgimiento de nuevas manifestaciones culturales, como la irreverente revista The Clinic, y hasta el cierre del Comité de Censura, que estaba integrado por policías y militares y que ya no pudo impedir la exhibición de La última tentación de Cristo. Finalmente, tras un larguísimo trámite parlamentario, Lagos logró la aprobación de una serie de reformas que eliminaron los últimos resabios autoritarios de la Constitución.

7 ¿Tiene futuro la izquierda chilena?

Michelle Bachelet asumió el gobierno con la promesa de mezclar continuidad (del modelo económico) y cambio (de los aspectos más negativos del modelo, en especial la desigualdad social). Su condición de mujer le permitió a la Concertación proyectar una imagen renovada sin arriesgar su esencia. Sin embargo, al poco tiempo comenzaron a surgir una serie de problemas imprevistos: las protestas estudiantes, las manifestaciones indígenas y el caos del Transatiago, el fallido intento de reorganización del transporte de la capital.

La popularidad de Bachelet ha caído a menos del 45 por ciento. Pese a ello, sería un error pronosticar el final de la Concertación. En principio, dos de los candidatos más populares para las elecciones presidenciales del 2010 –el secretario general de la OEA, José Miguel Insulza, y el mismo Lagos– pertenecen a la coalición. Pero hay un factor más estructural. Desde la recuperación democrática, la sociedad chilena ha estado divida en dos bloques, continuidad del voto por el Sí o por el No a Pinochet en el plebiscito de 1988. Aquella vieja división, pese a los intentos de Sebastián Piñeira de construir una derecha más democrática, prevalece hasta hoy. Tal vez la muerte de Pinochet cambie las cosas, pero mientras la frontera política esencial siga siendo ésa, la Concertación tiene buenas chances de mantenerse en el poder.

7 preguntas y 7 respuestas sobre la Bolivia de Evo Morales

NOTA SOBRE LAS NUEVAS IZQUIERDAS EN LATINOAMERICA

Por José Natanson, Página/12

1 ¿Evo Morales es indigenista?

Con una madre aymara que en español sólo sabía el Padrenuestro, criado en una casa de barro en un pueblito perdido de Oruro, Evo Morales vivió una infancia de una pobreza difícil de imaginar, con cuatro de sus siete hermanos muertos a poco de nacer y el hambre siempre acechando. Su asombrosa trayectoria política sólo se entiende como parte del proceso de reafirmación indígena surgido en los ’70, que tuvo en el katarismo –en referencia a Túpak Katari, el caudillo aymara descuartizado por los españoles durante el cerco a La Paz de 1781– su sector más radical, y que consiguió su primer reconocimiento en 1994, con una reforma constitucional que estableció el carácter “pluricultural y multiétnico” del país e inauguró la educación bilingüe en las escuelas.

Esto sucedió durante la presidencia neoliberal de Gonzalo Sánchez de Lozada, algo que a primera vista puede parecer una paradoja pero que quizás no lo sea tanto: el reemplazo de la idea de clase por la de etnia o cultura sintonizaba perfectamente con la espíritu anti-Estado-nación que defendía el pensamiento en boga. Con un problema: los indígenas bolivianos no son minorías a las que hay que proteger, sino amplias mayorías excluidas, cuya discriminación étnica se superpone, retroalimentándose, con la desigualdad social. Una realidad más parecida al apartheid sudafricano que a las imágenes de esos indios posmodernos y coloridos que a veces aparecen en National Geographic.

El fracaso de estas primeras operaciones de apertura en clave neoliberal, que sólo cambiaron cosméticamente la situación, consolidó en el movimiento indígena la idea de que era necesario construir un instrumento político propio para llegar al poder y desde allí cambiar las cosas. El gran acierto de Evo Morales fue lograr la confluencia entre el reclamo indígena y otras corrientes políticas –antineoliberales, nacionalistas– detrás de un único proyecto político. “Si fue Evo Morales y no Felipe Quispe quien accedió al lugar de primer presidente indígena de Bolivia, fue porque logró articular un proyecto nacional frente a la perspectiva aymaracéntrica”, escribió Pablo Stefanoni (Nueva Sociedad 209, mayo-junio del 2007). En otras palabras, supo expresar políticamente a los campesinos de las zonas más atrasadas del interior, pero también a los indígenas y mestizos urbanos incorporados al mercado de consumo, que usan jeans y zapatillas, se conectan a Internet y en muchos casos han abandonado definitivamente el quechua y el aymara.

2 ¿Qué importancia tuvo la coca la carrera de Evo Morales?

Aunque la coca se cultiva desde la invasión de los Incas, el verdadero boom comenzó a mediados de los ’80, cuando el cierre de las minas de estaño y una brutal sequía en el altiplano produjeron una migración masiva hacia el Chapare, una zona fértil del trópico, justo en un momento en que en Estados Unidos se ponía de moda la cocaína, la droga que sintonizaba bien con el acelerado espíritu yuppie de la época.

La coincidencia entre demanda y oferta produjo una expansión geométrica de las plantaciones de coca, cultivo que cuenta con una serie de ventajas que no posee ningún otro producto: emplea gran cantidad de mano obra, no requiere mucho capital ni fertilizantes, ni una infraestructura especial; uno compra o alquila un lote y lo único que precisa, además de brazos bien dispuestos, son los plantines. Además, la coca resulta rentable aún en pequeñas parcelas. Como diría un economista, no requiere economías de escala. Clásico cultivo de minifundio, la coca se parece al café, con la diferencia de que rinde tres cosechas al año en lugar de una.

Mientras la coca se expandía, la guerra contra las drogas desatada por Ronald Reagan forzaba a los sucesivos gobiernos bolivianos a ensayar una serie de estrategias de erradicación que fracasaron una otra tras otra, tanto por la falta de incentivos para los productos sustitutos como por la creciente brutalidad policial. La reacción del movimiento cocalero fue cohesionarse y fortalecerse y luego presentarse a elecciones, ganar primero algunas intendencias, después un diputado nacional y finalmente la presidencia. En este sentido, el ascenso de los cocaleros al poder es resultado de un proceso que combinó triunfos electorales con métodos de acción directa, los bloqueos y piquetes que terminaron anticipadamente con dos gobiernos y que finalmente concluyeron con su llegada al poder.

3 ¿El gobierno de Evo Morales es revolucionario?

Si Hugo Chávez habla en Venezuela de su “revolución bolivariana” y si Rafael Correa define a su proyecto como una “revolución ciudadana”, Evo Morales también apela de tanto en tanto a la vieja palabra, aunque el adjetivo que la acompaña no está del todo claro. Por eso, más allá de las definiciones, tal vez la mejor forma de acercarse a una respuesta sea analizar los motivos y el impacto de la decisión más radical de su gobierno: la nacionalización de los hidrocarburos.

El decreto de nacionalización, sorpresivamente anunciado en enero del 2006 y teatralizado con la ocupación militar de los campos gasíferos, obligó a las empresas privadas a ceder la totalidad de su producción y la mayor parte de sus acciones al Estado. Además, ordenó un incremento de las regalías del 50 al 82 por ciento. Las grandes compañías extranjeras como Petrobras y Repsol, aunque al principio amenazaron con retirarse, aceptaron reformular los contratos bajo las nuevas condiciones, lo que le permitió al gobierno cumplir su objetivo de aumentar la participación estatal sin producir un desplazamiento total de las inversiones extranjeras.

El incremento del porcentaje obtenido por el Estado, junto al aumento de los precios internacionales y la renegociación de los valores de las exportaciones a Argentina y Brasil, le permitieron al gobierno mejorar sus ingresos fiscales. Según la Cepal, aumentaron 47 por ciento desde la firma del decreto. Conviene entonces matizar las críticas sobre el populismo de Evo Morales apuntando que, para envidia de más de un neoliberal, su gobierno es el fiscalmente más sólido del último medio siglo. Con un superávit de 4,5 por ciento, reservas record y una deuda externa en disminución gracias a las condonaciones del Banco Mundial y el BID, la macroeconomía luce estable y ordenada. En Bolivia nadie se preocupa mucho por el ministro de Hacienda, pues la atención permanece en la crisis política, pero no está de más dedicarle dos líneas: Luis Arce Catacora es un funcionario de carrera del Banco Central con un posgrado en Inglaterra, que habla inglés y portugués y no reniega de las medidas rigurosas. Es, de hecho, el responsable de aplicar la ortodoxa política de metas de inflación para controlar la suba de precios.

4 ¿El gobierno apuesta a un sector económico poscapitalista?

Eso, al menos, me dijo Alvaro García Linera, vicepresidente de Bolivia y referente intelectual de una parte de la izquierda de su país, cuando lo entrevisté en su departamento lleno de libros en La Paz. “Nuestra economía tiene un espacio capitalista que hay que fortalecer. La diferencia con los otros gobiernos es que ya no se trata de un capitalismo de camarilla, endogámico y especulativo, sino de un capitalismo productivo. Pero también hay sector no capitalista, o poscapitalista, que son las fuerzas comunitarias tradicionales. Se encuentran fragmentadas y dispersas, pero tienen en su interior mucho potencial. Es una estructura muy amplia: el 90 por ciento de la economía campesina es de tipo familiar-comunitaria.”

Suena bien. Sin embargo, parece difícil que un sector de estas características –baja productividad, escasísima incorporación de tecnología, escala reducida– pueda utilizarse para algo más que la elemental autosustentación. Para García Linera, sin embargo, hay allí un potencial productivo. “Nuestro gran reto es convertir a la comunidad en una fuerza poscapitalista. ¿Qué de todo esto podremos desarrollar? No sabemos. Pero creemos que lo central es que se están alumbrando cosas que van más allá de una mera readecuación democrática a un capitalismo maduro ya existente.”

5 ¿Evo Morales está logrando avances en la lucha contra la pobreza?

El punto de partida es desolador. Bolivia es, después de Haití, el país más pobre de América latina, con 63, 9 por ciento de pobreza y 34,7 de indigencia, el triple de mortalidad infantil que en Argentina, la segunda esperanza de vida más baja de la región y uno de los peores índices de distribución del ingreso del continente.

Tal vez todavía sea pronto para evaluar el desempeño de Evo Morales en este aspecto. Desde su asunción, la economía creció a un ritmo razonable: 4,6 por ciento en el 2006, 3,9 en el 2007 y se estima un 4 por ciento en el 2008. Aunque no hay datos fehacientes, es probable que la pobreza haya disminuido ligeramente por la extensión de algunos programas sociales, como el Bono Juancito Pinto de apoyo escolar, y el incremento de las pensiones. “Estamos buscando un camino distinto”, me dijo Juan Ramón Quintana, ministro de la Presidencia de Bolivia, cuando conversé con él en la sede de la embajada de su país en Buenos Aires. “Los recursos obtenidos por la nacionalización nos permitieron fortalecer las inversiones sociales, apoyar con créditos los microemprendimientos, la economía familiar, la pequeñas empresas. Pero no es algo que se pueda hacer de un día para el otro.”

El problema que se interpone en estos planes es la dualidad estructural de la economía boliviana: por un lado, el sector minero e hidrocarburífero, más algunos pocos exportadores de soja, joyas y cuero, hiperproductivos y modernos; por otro lado, decenas de miles de pequeños emprendimientos atrasados y de bajísima productividad. La dificultad deriva del hecho de que el primer sector, que genera el 60 por ciento del ingreso, emplea a sólo el 7 por ciento de la población, mientras el segundo, que explica el 40 por ciento del ingreso, emplea al 83 por ciento de la mano de obra. El último informe del PNUD sobre Bolivia sostiene que cambiar este patrón económico es la clave del desarrollo. De otra forma, el país podrá crecer, pero será un crecimiento empobrecedor, tal como explicó Salvador Ric, ex ministro de Obras Públicas de Evo Morales, quien hizo cálculos y llegó a la siguiente conclusión: a este ritmo y con este patrón de crecimiento, Bolivia tardará 20 años en alcanzar los niveles de desarrollo de... Paraguay.

6 ¿Qué falta para la sanción de una nueva Constitución?

Seis meses después de la llega al poder de Evo Morales se realizaron las elecciones constituyentes, en las que el oficialismo se impuso claramente, aunque sin lograr los dos tercios necesarios para poder definir por sí solo las reformas planteadas. El plebiscito acerca de las autonomías departamentales, que se realizó en simultáneo, arrojó un triunfo del No –la postura defendida por el gobierno– en el total nacional. Sin embargo, el Sí se impuso en cuatro departamentos: Santa Cruz, Tarija, Pando y Beni. La asamblea se reunió y, tras un año y medio de sesiones, no logró acordar un solo artículo.

El golpe de timón llegó en noviembre del 2007, cuando los asambleístas alineados con el gobierno se reunieron en un cuartel militar y, con dos tercios de los convencionales presentes (no del total), aprobaron en una sola sesión 400 artículos: entre otros, la recuperación del rol del Estado en la economía y la prohibición de la privatización de los servicios básicos. Al día siguiente, los prefectos de los departamentos rebeldes anunciaron que desconocían la nueva constitución y que convocarían a plebiscitos autonómicos. El gobierno respondió con un anuncio de elecciones, pero fue desautorizado por la Justicia.

Este complicado enredo institucional no debería ocultar el diagnóstico esencial: el empate que paraliza a Bolivia. A diferencia de Chávez, que en los primeros años de gobierno logró el monopolio absoluto de la iniciativa política, Evo Morales enfrenta a una oposición que, si bien cuantitativamente minoritaria, cuenta con poder, dinero y recursos. La lidera Santa Cruz, el departamento más próspero de Bolivia, que origina el 30 por ciento del PIB nacional, genera el 62 por ciento de las divisas y recibe el 47,6 por ciento de la inversión extranjera. Es además la región más integrada al Mercosur y la que ostenta lo más parecido a una industria manufacturera que hay en el país. Basta caminar unas horas por las calles de Santa Cruz, atestadas de 4x4, para hacerse una idea de una prosperidad que allí se lleva como un estandarte de progreso individual en un país acostumbrado al fracaso económico.

Como Cataluña en España, Santa Cruz es un centro de poder económico que reclama para sí margen de maniobra político y una mayor proporción de la renta, que ha conseguido arrastrar en su reclamo a los departamentos contiguos y que hoy es el núcleo de la oposición política al gobierno. Es una pulseada por poder político y recursos económicos que, sin embargo, no debe confundirse con una pretensión separatista, plan inconcretable por una larga serie de motivos, que van desde la seguridad de que ningún país vecino tolerará una secesión hasta el detalle económico de que, pese a todo, el principal mercado de Santa Cruz sigue siendo... Bolivia.

7 ¿Hay una salida para Bolivia?

El cambio político inaugurado por Evo Morales en enero del 2006 es el más profundo y radical de todos los se están produciendo hoy en América latina. Si el proceso refundacionista venezolano se limitó a una rotación de elites con masivas políticas sociales, el boliviano apunta a la incorporación de una enorme mayoría indígena excluida (según el último censo, el 64 por ciento de la población) en un doble sentido: económico y político. Lo primero es difícil en un país que, además de pobrísimo, no ha logrado diversificar su estructura productiva (el 75 por ciento de sus exportaciones son hidrocarburos y alimentos) y cuyo crecimiento, aunque algo mejor, sigue siendo bajo. En cuanto a la incorporación política, más allá de la enorme revolución simbólica que implicó la llegada al poder de Evo Morales, tampoco está cerrada. El gobierno no ha logrado extender su influencia a las regiones rebeldes del Oriente y, en un contexto de creciente polarización, corre el riesgo de perder el apoyo de las clases medias. Transformar su proyecto refundacionista en un mínimo consenso nacional –el ejemplo de Nelson Mandela– implicará tarde o temprano conceder y negociar, sin dejar de lado los reclamos de justicia: un equilibrio complicado en un camino apenas más ancho que una cornisa.

7 preguntas y 7 respuestas sobre el Brasil de Lula

NOTA SOBRE LAS NUEVAS IZQUIERDAS EN LATINOAMERICA

Por José Natanson, Pagina/12.com

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¿La política económica de Lula es neoliberal?

Desde su llegada al gobierno, en enero del 2003, Lula aplicó una rigurosa política fiscal, medidas antiinflacionarias y el dudoso record de fijar la tasa de interés más alta del mundo (26,5 por ciento). La explicación se encuentra en la profunda crisis económica que golpeó a Brasil en los meses previos al triunfo de Lula, en buena medida consecuencia de los desequilibrios acumulados en los últimos años por Fernando Henrique Cardoso, pero también resultado del temor de los mercados ante el ascenso del primer presidente obrero de la historia de Brasil y, por supuesto, un subproducto previsible de la crisis argentina del 2001. Aunque las diferencias entre el neoliberalismo aplicado en ambos países son importantes (Cardoso devaluó el real a tiempo, implementó una reforma fiscal clave y se cuidó de privatizar empresas estratégicas como Petrobras), el fantasma de un estallido estaba muy presente en Brasil, a punto tal de condicionar las primeras decisiones económicas de Lula. Su ministro de Hacienda, Antonio Palocci, lo dijo claramente en una reunión con un grupo de diputados del PT que, enojados y refunfuñantes, cuestionaban la decisión de mantener las líneas maestras de la macroeconomía de Cardoso. “Nos dejaron el país quebrado. ¿Acaso quieren que terminemos como Argentina?”

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¿Hizo bien Lula en continuar con las políticas macroeconómicas de Cardoso?

Quienes critican la estrategia continuista exhiben números en apariencia inapelables. Desde que asumió Lula hasta el año pasado, Brasil creció en promedio 2,6 por ciento, muy por debajo de la media latinoamericana. De hecho, por momentos ha ocupado los últimos lugares del ranking junto a países como Haití y Guatemala. Para los más críticos, esta performance decepcionante es consecuencia directa de la ortodoxia fiscal, las altas tasas de interés y el tipo de cambio sobrevaluado. Luiz Carlos Bresser-Pereira, economista y ex ministro de Hacienda, me dijo en una entrevista en San Pablo que los motivos del bajo crecimiento de su país no son muy misteriosos. “Es un típico caso de enfermedad holandesa. Se llama así porque ocurrió en Holanda cuando se descubrió gas, y los recursos y las inversiones, en lugar de destinarse a la industria y la infraestructura, se orientaron a la extracción de hidrocarburos. También puede venir de la abundancia de otros recursos naturales, como soja, carne, trigo. Al tener un costo marginal muy bajo, se genera una sobrevalorización del tipo de cambio. En países como Brasil, esto impide que las industrias sean competitivas y termina aplastando el crecimiento.” Los defensores de Lula reconocen el problema, pero argumentan que Brasil es un país económicamente muy complejo, que ostenta una posición en el mercado mundial que lo obliga a competir con una industria eficiente y tecnificada, por lo cual no puede permitirse una estrategia proteccionista de dólar devaluado como la de Argentina, y mucho menos arriesgar la estabilidad económica. “Cuando recién asumimos –me dijo en Buenos Aires Marco Aurelio García, asesor de Lula en temas internacionales– se había instalado la idea de que un gobierno nuestro traería una inestabilidad política como la de Venezuela y una inestabilidad económica como la de Argentina.” Desde esta perspectiva, era necesario emitir señales tranquilizadoras para controlar la inflación y alejar el fantasma del default, y después sí agregar medidas de orientación desarrollista que, según los defensores de Lula, marcan una diferencia clara con las políticas de Cardoso, como el fortalecimiento del banco nacional de desarrollo, el BNDES, cuyos préstamos hoy superan a los del Banco Mundial y el BID sumados, y el refuerzo de empresas como Petrobras. Además, claro, del Plan de Aceleración del Crecimiento, un megaprograma de incentivos fiscales e inversiones por 240 mil millones de dólares lanzado en enero del 2007, luego de que Lula obtuviera su reelección. Y como las estadísticas son como los sueños, que cada uno interpreta a su modo, también pueden darle la razón a Lula: en el 2006, Brasil creció 3,7, un porcentaje inferior al promedio regional pero superior al de los años anteriores, y el año pasado 5,3 por ciento, su mejor marca en una década, sin desequilibrios en el horizonte, con una deuda externa relativamente baja y –a diferencia de la Argentina– con la inflación totalmente controlada.

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¿Lula traicionó a la izquierda?

La pregunta puede parecer abstracta, pero viene a cuento de la reacción de intelectuales y políticos que acusan a Lula de haber renegado de sus ideales. En principio, salvo los desinformados o negadores, nadie debería sorprenderse mucho: en el 2002, en plena campaña electoral, el FMI ofreció un paquete de salvataje a Brasil de 30 mil millones de dólares con la condición de que todos los aspirantes a la presidencia –o sea Lula– se comprometieran a aplicar un programa ortodoxo. Y Lula, presionado por la crisis financiera, aceptó firmarlo.

Pero el giro no debería ser visto como un simple intento de adaptación oportunista, sino como el resultado de un largo proceso de aprendizaje, consecuencia de las derrotas presidenciales anteriores y de la experiencia del PT en la gestión de grandes ciudades, incluyendo San Pablo: una cosa es cantar en los fogones del Foro Social Mundial y otra muy distinta gobernar megalópolis con enormes problemas y un presupuesto limitado. Las cosas se aprenden de ese modo. Y también de escuchar a la sociedad, que tras diez años de neoliberalismo comenzaba a desencantarse con Cardoso, pero que no estaba dispuesta a tirar por la borda los avances de modernización y estabilidad que tanto esfuerzo habían costado. En este sentido, el ascenso del PT fue una consecuencia tanto de los fracasos como de los éxitos de Cardoso, por lo que es natural que su estrategia económica haya contemplado este balance.

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¿Lula está haciendo cosas por los pobres?

Lula asumió el poder con la promesa de que, al cabo de cuatro años de mandato, todos los brasileños tendrían garantizadas sus tres comidas diarias. No lo logró, pero avanzó mucho. Su estrategia consistió en fusionar una serie de programas creados por Cardoso en uno solo, el Bolsa Familia, y luego ampliar la cobertura. En el 2003, antes del triunfo del PT, 3,6 millones de familias recibían el programa; hoy el beneficio llega a 11 millones de familias, 44 millones de personas, lo que equivale a un cuarto de la población brasileña y supera al total de habitantes de la Argentina.

El programa consiste en una transferencia de dinero a los hogares más pobres, que se entrega mensualmente a las madres y que exige como contrapartida mantener a los niños en el sistema escolar y llevarlos periódicamente al médico, lo cual contribuye a prevenir enfermedades, combatir la deserción escolar y atacar el empleo infantil. Cada familia recibe en promedio 34 dólares, lo cual parece poco, pero no tan poco si se tiene en cuenta que en Brasil una familia en situación de extrema pobreza gana 68 dólares mensuales. En muchos casos, es la diferencia entre la vida y la muerte.

La decisión de Lula de focalizar las políticas sociales en la población pobre en lugar de aplicar criterios universalistas suele ser muy criticada, pero conviene tener cuidado con las simplificaciones. En principio, un plan que llega a 44 millones de personas difícilmente pueda definirse como “focalizado”. Pero además no está clara la alternativa, pues la idea de un subsidio universal en un país como Brasil es directamente absurda. El camino elegido por Lula es por supuesto discutible, sobre todo por los límites para cambiar las estructuras profundas de la desigualdad, pero en absoluto ineficaz: el Bolsa Familia, junto a otras medidas como el aumento del salario mínimo, produjo una reducción de la pobreza, que hoy se ubica en el 33 por ciento, contra casi 37, 5 cuando asumió el gobierno.

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¿La situación institucional de Brasil le pone límites a Lula?

Vicente Palermo, el argentino que mejor conoce la política brasileña, sostiene que, a diferencia de países como Venezuela y la Argentina, en Brasil existen una serie de factores que limitan seriamente el margen de acción de los presidentes. “Uno podría pensar que, al ser un país tan grande y poderoso, el presidente cuenta con mucho poder, pero en realidad no es así”, explica Palermo.

Entre los límites más importantes figura el sistema de partidos, que es tan complicado que hay que estudiar varios años para entenderlo e incluye hasta partidos de aluguel (alquiler), pequeñas agrupaciones con personería jurídica que en vísperas de elecciones se venden al mejor postor y que luego se descartan. También pesan los poderes estaduales, una sociedad civil activa y atenta (aunque poco propensa a la acción directa) y las grandes burocracias intocables, a los que ningún presidente se les anima, como la cancillería de Itamaraty o el Banco Central.

Como todos los presidentes brasileños, Lula carece de mayoría legislativa, por lo que se ha visto obligado a buscar acuerdos parlamentarios con todo tipo de partidos. Esto explica sus dificultades para avanzar en políticas más radicales y permite entender –aunque no justificar– la crisis que estalló en el 2005, cuando se revelaron los pagos de mensualidades a legisladores opositores a cambio de su apoyo al gobierno, en una serie de escándalos que incluyó la detención en un aeropuerto del asesor del PT, José Adalberto Viera da Silva, acusado de llevar 100 mil dólares en sus calzoncillos. “Eso es lo que yo llamo dinero sucio”, escribió José Simao, el filoso humorista del Folha de São Paulo.

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¿Brasil quiere liderar América latina?

Probablemente no América latina, pero seguramente sí América del Sur. Brasil ocupa el 47 por ciento de la superficie y limita con 10 de los 12 países de Sudamérica, tiene la mitad de la población y un PBI de casi 800 mil millones de dólares, lo que implica la mitad del sudamericano y cuatro veces el de Argentina, siete el de Chile y 80 veces el de Bolivia.

Durante décadas, la singularidad lingüística y cultural de Brasil convenció a sus gobernantes de que lo mejor era imponer una distancia altiva en sus relaciones con el resto de la región, pero la estrategia cambió en 1985, con el fin de las dictadura y la distensión con Argentina, su tradicional competidor regional y actualmente su socio más confiable. Desde aquel momento, Brasil comenzó a impulsar la integración regional, primero a través del Mercosur y luego de la Comunidad Sudamericana. Durante la etapa de Cardoso, el esfuerzo integracionista tuvo un perfil más económico, orientado al intercambio comercial, pero desde la victoria de Lula se ha ido complementado con una serie de medidas políticas: Brasil lideró la misión de Naciones Unidas en Haití, envió comisiones de mediación a las crisis de Ecuador y Bolivia y juega un papel central como gran contenedor regional de Venezuela.

Todas estas iniciativas parten de la idea de que el desarrollo de un país de dimensiones continentales como Brasil nunca será posible en un entorno regional convulsionado, lo cual se traduce en proyectos positivos pero también genera problemas: los socios más pequeños del Mercosur, Uruguay y Paraguay, acusan a Brasil de no entender la importancia de reducir las asimetrías, como demuestra el hecho de que los fondos de compensación –pálida copia de los Fondos Estructurales de la Unión Europea– apenas alcancen los 100 millones de dólares. Además, claro, de las tentaciones subimperialistas, como la agresiva política de Petrobras en Bolivia y el sello arquitectónico de esta inclinación: la embajada brasileña en La Paz, una imponente mole de hormigón y vidrio, no tan fea pero casi tan grande como la embajada de la ex Unión Soviética en Berlín Oriental.

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¿Tiene futuro la izquierda brasileña?

En el 2010 Lula habrá gobernado dos períodos, sin posibilidad de reelección. El PT, pese a los golpes, conserva su lugar en el escenario político, pero tiene un déficit de candidatos, ya que algunas de sus figuras más fuertes tuvieron que dejar el gobierno tras los escándalos de corrupción, y ninguno de los posibles postulantes tiene el peso político del actual presidente. Pero lo central, más allá de las especulaciones electorales, es que la presidencia de Lula dejará una fuerte impronta en la historia brasileña, al igual que la gestión de Cardoso, dos buenos presidentes no tan diferentes entre sí, aunque el tiempo histórico de cada uno y su lugar en el campo político sí fueron muy distintos. El PT, sin candidatos de peso, se expone a una derrota en el 2010, aunque esto no necesariamente implicará un cambio radical en la política económica, en la estrategia de inserción internacional ni en los programas sociales de Brasil: algunas decisiones de Lula, en particular la extensión de la cobertura social a los sectores más pobres, difícilmente puedan desactivarse sin generar resistencia. Tal vez sea éste, más allá de los resultados electorales, el gran triunfo de la izquierda brasileña.