M. Castells, Del Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Berkeley
La bárbara matanza de miles de personas en Estados Unidos ha socavado los cimientos de nuestras sociedades, al poner en cuestión los principios de coexistencia y civilidad en que se basan. Pero el 11 de septiembre de 2001 tiene un significado aún más dramático: en esa fecha se ha desencadenado la primera guerra mundial del siglo XXI, una guerra en la que, queramos o no, estamos ya inmersos. ¿Cuál es esa guerra? ¿De quién contra quién? ¿Y cómo se prevé que sea su desarrollo? Sólo entendiendo en qué guerra nos hemos metido podremos actuar sobre la misma, desde nuestra pluralidad de valores e intereses.
El mundo al que aspira Ben Laden ya existe: es el Afganistán de los talibán. Esas redes de terror (de algunas de las cuales Ben Laden es el símbolo más que el comandante supremo) se alimentan también de la frustración de sectores (¿o gobiernos?) de algunos países musulmanes, humillados por lo que ellos perciben como el neocolonialismo de los países occidentales. Es posible también que redes terroristas de distinto origen, incluidos sectores de la economía criminal, puedan encontrar formas tácticas de colaboración con las redes islámicas (por ejemplo, la economía de los talibán es altamente dependiente del tráfico de opio que alimenta la llamada “senda turca” de la droga hacia Europa occidental, una red protegida por las mafias albanesas que tuvieron un papel importante en la rebelión de los kosovares).
En suma, de un lado se encuentran Estados Unidos, la Unión Europea y todos aquellos países que de una u otra forma participan en el sistema económico y tecnológico dominante, incluidos Rusia (igualmente enfrentada a las redes islámicas, a partir de Chechenia), Japón, China e India. De otro lado, hay un núcleo duro, irreductible, de redes terroristas del fundamentalismo islámico, con posibles complicidades en algunos gobiernos, con alianzas tácticas con otras redes terroristas y con una simpatía difusa entre sectores populares de países musulmanes. Estas redes variopintas buscan imponer sus objetivos utilizando las únicas armas eficaces en su situación de inferioridad tecnológica y militar: el terrorismo de geometría variable, desde el atentado individual a las matanzas masivas, pasando por la desorganización de la compleja infraestructura material en que se basa nuestra vida diaria (agua, electricidad, comunicaciones). Y contando con la transformación de personas en munición inteligente mediante la práctica generalizada de la inmolación.
Así planteada la guerra, Estados Unidos (un país herido y profundamente motivado en este combate) ha iniciado, con el apoyo de sus aliados (incluida España), la más difícil de las guerras: la guerra contra una red global capaz de rearticularse constantemente y de añadir nuevos elementos conforme otros vayan siendo destruidos, porque se alimenta del fanatismo religioso y de la desesperación social de millones de musulmanes. Por eso esta guerra no se parecerá mucho a la del Golfo. Incluso la muerte y el sufrimiento, jinetes sempiternos del aquelarre bélico, serán distintos esta vez, porque afectarán en mucha mayor medida a los norteamericanos y a sus aliados. Será una guerra cruenta, larga, insidiosa, que llegará a todos los confines, con múltiples reacciones violentas de esas redes multiformes y bien pertrechadas, que sabían lo que se les venía encima y que están preparadas para ello —tal vez con armas químicas y bacteriológicas.
Ahora bien, ¿cómo se ataca a una red? En términos asépticos, que son necesarios para la claridad, y basándome en las investigaciones que sobre estos temas han ido desarrollándose en distintos centros estratégicos de Estados Unidos y Europa, parece necesario distinguir entre tres procesos. El primero es la desarticulación de la red. El segundo consiste en prevenir la reconfiguración de la red. Y el tercero es evitar la reproducción de la red. Es sobre este tercer nivel sobre el que versan la mayoría de las discusiones bien intencionadas de estos días: hay que estabilizar el mundo mediante la incorporación al desarrollo de los hoy excluidos, hay que practicar la tolerancia multicultural y hay que forzar a Israel a aceptar un Estado palestino e imponer a judíos y palestinos la convivencia (difícil pero necesario y no necesariamente imposible si tomamos en serio acabar con ese nido de inestabilidad mundial). Pero esa estrategia de largo plazo solo es practicable después de la guerra. La primera tarea, en la que están ahora los gobiernos occidentales, es la de ganar esa guerra, empezando por la desarticulación de la red. Lo cual requiere, por un lado, la identificación y eliminación de sus nodos estratégicos; es decir, de aquellos en los que reside la capacidad de coordinación y toma de decisiones. De ahí el intento de destruir las bases operativas en Afganistán y en otros lugares aún por determinar. También en ese contexto se plantea la captura o muerte de Ben Laden, tanto por su importancia carismática de profeta del movimiento como por el valor simbólico que tendría su captura. La Unión Soviética fue derrotada en Afganistán, pero las cosas han cambiado. Los guerrilleros islámicos tenían con ellos a la CIA, a Pakistán y a Arabia Saudí.
Y los norteamericanos utilizarán probablemente las nuevas tácticas conocidas genéricamente como “swarming” (enjambres), basadas en el despliegue de pequeñas unidades de comando con alto poder de fuego, autonomía propia, coordinación electrónica entre las mismas y acceso constante a información por satélite y a apoyo aéreo instantáneo con armas de precisión. Aun así, sus pérdidas serán enormes, pero no se va a limitar EE.UU. esta vez a bombardear y luego ocupar terreno. Van a combatir a las redes con sus propias redes, utilizando su capacidad tecnológica para compensar su desconocimiento del terreno. En ferocidad y determinación esta vez los contrincantes estarán igualados. El punto débil para los norteamericanos es la mala calidad de la información de que disponen, consecuencia del declive profesional de sus servicios de espionaje en los últimos tiempos. Pero esperan compensarlo con la ayuda israelí, saudí, palestina (Arafat) y, sobre todo, con la colaboración de los paquistaníes, que son los que saben qué pasa en Afganistán: de ahí el papel decisivo que puede jugar Pakistán en esta guerra, en uno u otro sentido. Aliado esencial de los norteamericanos o país dividido por una guerra civil con la posibilidad de acceso a su armamento nuclear por parte de los fundamentalistas. La guerra de Afganistán solo será un elemento, aunque importante, de esa primera fase de desarticulación de las redes. Al mismo tiempo acciones puntuales en Palestina, en Líbano, tal vez en Libia, en Egipto y en Irak (con desarrollos impredecibles), tratarán de neutralizar, destruir y desorganizar los puntos de conexión que se identifiquen.
La segunda fase de la destrucción de las redes, que puede desarrollarse en paralelo a la primera, es evitar su reconfiguración, es decir, que se desplacen los grupos y operativos clave a otros lugares o que reorganicen su actividad a partir de nuevos integrantes. Lo que aquí cuenta son tres tareas: detectar e interceptar los flujos financieros, que constituyen el combustible indispensable de la red; interceptar las comunicaciones electrónicas sobre las que reposan los contactos globales, y confrontar las nuevas acciones de terrorismo con las que las redes van a responder a la ofensiva en su contra. En cierto modo, la forma de detectar a los núcleos operativos de la red terrorista será tan fácil como siniestra: estarán allí donde se produzcan atentados de destrucción masiva.
La guerra contra estas redes será llevada a cabo por una red de Estados y sus Fuerzas Armadas, en una compleja geometría de alianzas e intereses en que los Gobiernos tendrán que manejar la doble dependencia de su lealtad a la red de defensa conjunta y de la sensibilidad diferencial de sus opiniones públicas. Y las alianzas irán variando conforme en algunos países, en particular en países musulmanes, se produzcan reacciones populares en contra de la guerra a las redes terroristas.
La esperanza, la única esperanza de supervivencia de lo que hoy es nuestra sociedad, es que durante el proceso de destrucción de las redes del terror se sienten las bases sociales, económicas, culturales e institucionales para evitar su reproducción.
Nuestra organización económica y social, y nuestras instituciones políticas, han engendrado el fenómeno que hoy tenemos que combatir, incluido Bin Laden, que aprendió con la CIA. En el largo plazo, necesitamos absolutamente reformar en profundidad nuestro mundo, superando la exclusión social y la opresión de las identidades. En el corto plazo, estamos en guerra. Y me pareció que lo más honesto era contarle en qué consiste. Ojalá me equivoque.